Tres cuentos sobre mujeres –Por Aicris.
La dama azul
“
Siempre está allí, sentada en su balcón. La veo todos los días, en la mañana y en la tarde cuando hago mi paseo. Al pasar cerca levanto la mano para saludarla, pues tengo la impresión de que me está mirando. Pero no es cierto. Ella no responde a mi gesto.
Parece una estatua, porque su postura y semblante son los mismos todos los días. Puedo detallarla más cuando estoy en mi balcón, junto al suyo.
Está ataviada con un elegante pañolón azul, sobre un vestido oscuro.
Por la postura de sus hombros, ya vencidos por la edad, esta indumentaria imprime la sensación de estar viviendo un eterno luto, por una pena profunda. En su rostro puedo observar las huellas del paso de los años. ¿Cuántos serán? Quizás muchos, pero aún así su cara es hermosa y su porte elegante; es como una gran dama que despierta ensueños y fantasías. He querido llamarla la “dama azul” por su pañolón y por todo lo que me inspira. Observarla se ha convertido en una obsesión para mí.
Me imagino todo tipo de historias románticas y apasionantes, con finales tristes. Tal vez ella fue Arlena; nadie la volvió a ver, ni a saber de ella. Era una bella y exitosa bailarina en un cabaret.
Bailaba ataviada con plumas azules y escasa ropa. Su danza era la sensación del lugar, porque lo hacía con movimientos sensuales y seductores.
Todos los hombres enloquecían por ella, cuando la veían. Herson, un joven sencillo y trabajador y felizmente casado con Christin, aceptó la invitación para ir al cabaret. Sus amigos le hablaron del espectáculo y la belleza de la bailarina y sintió curiosidad por verla. Él no le apetecía ese tipo de espectáculos, pero su amigo Lucio cortésmente lo había invitado y él no quiso desairarlo. Ahora sentado en primera fila, viendo a Arlena bailar con esos movimientos que a él le parecieron vulgares y obscenos, no comprende por qué su amada esposa, quien es Arlena ahora en el cabaret, le hace esto.
También imagino que la dama azul, viendo su luto riguroso, fue la enamorada de una historia de amor en una idílica playa.
Ella pudo haber sido Lindsay, una bonita muchacha que llegó allí para olvidar un desengaño y conoció a Jordan, un hombre mayor, apuesto seductor y romántico. Un auténtico Donjuán, perfecto para llenar el vacío y el desengaño de Lindsay. Se amaron y se alejaron con el sabor amargo de lo que podría haber sido y no fue. Ella porque fue engañada nuevamente y él porque no volvería a ser el perfecto Donjuán.
Lindsay le había cortado las alas.
El mar se se encargaría del resto.
En fin, la dama azul podría haber sido la protagonista de muchas historias en mi imaginación. Su profunda mirada parecía esconder muchos secretos y su sonrisa era apenas un dibujo irónico de su encanto. Ella siempre me inspiró el azul, como el de las ilusiones que se realizan y las ilusiones que no se logran, se lloran y se olvidan.
Ella también me inspiró el azul de la dulce espera y la triste despedida.
No he vuelto a ver la dama azul en el balcón. Nunca supe su nombre.
Porque la dama azul soy yo.”
La puntada final
“Cantilmar es un pueblo enclavado en lo alto de los acantilados, donde un mar embravecido aguarda a los que se aventuren por allí.
Solo hay dos caminos para llegar a Cantilmar. Uno es una empinada y tortuosa cuesta y el otro por los acantilados. A causa de este agreste paisaje, la vida en ese pueblo es monótona y encerrada en costumbres ancestrales. Allí predomina el poder masculino y el servilismo femenino.
En Cantilmar celebraban con gran pompa, licor y comida los matrimonios, y las muertes con luto, llanto y solemnes cenas. Es por eso que el sueño de todas las jóvenes, con pocas excepciones, era casarse en una gran ceremonia y lucir un hermoso traje de novia. Era el único momento que para ellas era hermoso e inolvidable, porque luego serían siervas de sus señores, que las someterían a toda clase de abusos y vejámenes, y las harían olvidar de que una vez tuvieron un sueño.
Las hermanas Parsons llegaron al pueblo y se alojaron en una vieja casona, hacia el final de la calle.
Su profesión, era la modistería; eran expertas en la confección de vestidos de novias. Cosían los trajes con mucha calidad, finura y elegancia.
Además agregaban un toque secreto; como un don que ellas poseían y lo llamaban “la puntada final”.
Todas las novias se interesaron y acudieron prestas a encargar sus vestidos. Allí también fui yo, por curiosidad y por la necesidad de entablar relaciones con otras gentes diferentes a las del pueblo.
Las hermanas eran Armenta, Casandra y Muriel. Ellas recibían muy bien a todas las novias, las escuchaban, aconsejaban y trataba de cumplir sus deseos. Pero lo que no sabían las novias era que también se iba sembrando en sus espíritus un nuevo sentido a sus vidas. Era un aire sutil de una puntada muy fina, que se cosía no solo a sus trajes, sino también a sus espíritus. Esta puntada iba inspirando otra manera de pensar, sentir y les infundia valor para enfrentar la dominación y seguir adelante, así fuese solas. También sentí la fascinación de las costureras y acudí. Yo era una de las excepciones que nunca deseó casarse y sentía por eso curiosidad por las novias que iban donde las modistas, porque observaba sus rostros cuando salían de allí: habían cambiado.
Eran de más determinación y menos ilusión en sus miradas. Ahora su condición de ser mujer era valorada y respetada. Poco a poco fue desapareciendo la sumisión y el servilismo, y también los hombres no convenientes. Solo quedaron aquellos novios dispuestos a ser pareja en la amistad, el amor y la solidaridad.
Y los dos marcharían juntos, por el camino que se habían propuesto.
También las hermanas Parsons cambiaron mi vida y mi soledad.
Ahora junto a ellas, las que vienen y van, marcho hacia el acantilado.
¿Acaso no es el otro camino?”
Cenit
“Delia estaba extasiada ante la escultura que tenía en frente. Estaba magistralmente hecha, era muy imponente, impactante. Le pareció que tenía un significado muy profundo. La obra estaba se titulaba CENIT. Delia pensó en la experiencia que estaba viviendo y disfrutando: la visita al museo era algo raro y muy poco común para ella, que había crecido en un barrio humilde. Tampoco era fácil ampliar los horizontes culturales, más allá de los límites económicos y de una educación básica para poder emplearse en un trabajo recio. Estas nuevas vivencias se consideraban casi que imposibles en su barrio. Pero Delia pensaba de otra manera y se propuso enriquecer su imaginación leyendo cuanto libro podía conseguir. Quería ampliar la visión de su mundo y llegar más allá. Buscaba una satisfacción a la ansiedad que se acrecentaba cada día más en su ser.
Hoy en el museo, estaba parada frente a esa obra que la tenía impresionada: la estatua de un hombre con la cara hacia arriba, que miraba inexpresivamente. A sus pies estaban sus adoradoras, que lo miraban como quien descubre el punto más alto, el cenit. Las adoradoras, extasiadas, lo contemplaban como a una luz que las cegaba y atemorizaba. Delia pensó que ella era como esas adoradoras. ¿Acaso su vida no había sido así por imposición? Había crecido respetando, sirviendo y temiendo a los que trataban de cegarla y entorpecer su libre volar.
Viendo la escultura sintió su rebeldía fortalecerse. Quiso señalar que el cenit está en todas partes, que la luz se expande cuando se comparte y se aúnan las fuerzas en un mismo sentir.
El equilibrio debe ser para todos, mujeres y hombres. Nuevamente, al observar los rostros de las adoradoras, le pareció que la expresión de ellas ya no era de sumisión. Era como una rabia sorda que iba creciendo en busca de un cambio. Miró los hombros de ellas e identificó también una fuerza, como una actitud de rebeldía que crecía cada vez más. Delia se sintió conmovida por un sentimiento de identificación con las adoradoras, no en la sumisión sino como la guía que invitaba a todas y todos para que se juntaran en el sentimiento de unidad.
Al unísono murmuraban: “el mundo no es una escultura”, y como un lamento iba creciendo la expresión “no más cenit; tu esencia se erigirá con libre albedrío y la única luz que te deslumbrará serás tú misma. Somos la base y el pedestal de nosotras mismas”.
Delia sintió que alguien la tomaba de sus hombros y la sacudía fuertemente. Era el vigilante del turno de la mañana.
La había encontrado dormida a los pies de la escultura. El hombre estaba sorprendido. La figura de la escultura no era la misma; alguien la había cambiado por la de una mujer que mostraba una expresión de rebeldía y fortaleza. El guarda estaba aterrado.
Ella lo escuchó en silencio, mirando la escultura. Descubrió que la nueva figura del pedestal era ella misma y el guarda parecía no entender nada.
Delia sí entendió el mensaje y se fue del museo, sonriente.”